Entre los grandes escritores de la humanidad, Goethe, más que ningún otro, fué el perspicaz educador de sí mismo, el jardinero diligente de sus propios dones. No es que le faltase espontaneidad, como a esos artistas dotados de una voluntad de bronce que sólo hacen es netamente lo que han resuelto hacer. Nada más espontáneo que los poemas de su juventud, nada menos afectado que los que escribió en los días de su vejez. A lo que más se aplicó con admirable constancia durante toda su vida, no fué ante todo a la forma de su verso o de su prosa ni a la ordenación de su obra, sino a las de su alma y de su espíritu. Guiado por un instinto infalible, les ofreció a cada instante los alimentos que más les convenían, sin dejarse intimidar, cuando se trataba de elegirlos, por ningún retroceso en el tiempo ni en el espacio. El mundo no le habría parecido demasiado grande si hubiera tenido que invitarlo en su totalidad para que le permitiese cumplir la promesa de su genio.
Prohibida la reproducción total o parcial del material de esta publicación, no se permite su traducción, ni la incorporación a un sistema informático, ni la locación,
ni la transmisión por cualquier medio o forma (conocido o por conocerse), salvo las limitaciones y excepciones contenidas en las disposiciones de los
instrumentos internacionales, convenios y tratados celebrados y ratificados por el Ecuador, y en la ley que rige la materia.