Se ha visto en todos tiempos, que la generalidad de los hombres se fija con preferencia en las fórmulas; la piedad sólida, es decir, la luz y la virtud, jamás han sido patrimonio del mayor número. No hay que extrañarlo, porque esta tendencia cuadra á la debilidad humana; nos impresiona ¡o exterior, y lo interno exige una discusión de que muy pocos son capaces. Como la verdadera piedad consiste en los sentimientos y en la práctica, las fórmulas de la devoción la imitan, y así son de dos clases; las unas afectan á las ceremonias de la práctica y las otras á los formularios de la creencia. Las ceremonias se parecen á las acciones virtuosas, y los formularios son como sombras de la verdad, que se aproximan más ó menos á la luz verdadera. Todas estas fórmulas serían laudables, si los que las han inventado las hubieran hecho propias para mantener y expresar lo que con ellas se trata de imitar, es decir, si las ceremonias religiosas, la disciplina eclesiástica, las reglas de las comunidades, las leyes humanas fueran siempre como un valladar puesto á la ley divina, para alejarnos de los alicientes del vicio, acostumbrarnos al bien, y hacer que nos sea familiar la virtud. Este fue el objeto de Moisés y de otros buenos legisladores, de los sabios creadores de las órdenes religiosas, y, sobre todo, de Jesucristo, divino fundador de la religión más pura y más esplendorosa. Lo mismo sucede con los formularios de las creencias; serían pasaderos, si en ellos sólo apareciera lo que es conforme a la saludable verdad, aun cuando no contuvieran toda la verdad de que se trata. Pero las más veces sucede, que la devoción queda sofocada por las formas, y la luz divina, oscurecida por las opiniones de los hombres. Los paganos, que llenaban la tierra antes del establecimiento del cristianismo, sólo tenían una especie de fórmulas; tenían en su culto ceremonias; pero no conocían artículos de fe, ni jamás pensaron en reducir a formularios su teología dogmática; no sabían si sus dioses eran verdaderas personas ó símbolos de poderes naturales, como el sol, los planetas, o los elementos. Sus misterios no consistían en dogmas difíciles, sino en ciertas prácticas secretas, á las que los profanos, es decir, los que no estaban iniciados, no debían asistir nunca. Estas prácticas eran muchas veces ridículas y absurdas, y fue preciso ocultarlas para evitar que cayera el desprecio sobre ellas. Los paganos abrigaban supersticiones, se alababan de tener milagros, y entre ellos, todos eran oráculos, augures, presagios, adivinaciones; los sacerdotes inventaban signos de la cólera ó de la bondad de los dioses, cuyos intérpretes pretendían ser.