He leído su interesante y meditado trabajo aquí en esta peregrina playa marinera y donde, recatado del ajetreo urbano de Buenos Aires, la limpieza del cielo, el vivificante iodo del mar y el destello del sol irisado de belleza, prestan a las cosas, la transparencia de su origen divino. Con frecuencia visito el vecino pueblo de Maldonado, que rehiela en la atmósfera — por no sé que extraño prestigio el recuerdo de las incursiones Lusitanas en el Río de la Plata. Hoy, de regreso de una de esas excursiones, ya cuando todo se encendía con el tono flavo de una paleta sobrehumana, discurría sobre nuestro tema favorito, y al volver la vista hacia la evocadora Colonia, como requiriendo su consejo: emergió por entre los estirados troncos y el verde profundo de los pinos resinosos el cimborio policromo de la iglesia, con el elocuente refulgir de sus vidriados azulejos; y luego, la huraña y sencilla «torre del vigía»; y todo ello, golpeando a las puertas de la emoción, dibujó, ante mis ojos la razón estética de nuestros artísticos afanes. La influencia hispana trajo a las sementeras autóctonas de milenario origen — la más robusta de las síntesis: orientalismo y occidentalismo que cuajaron en el Románico primitivo, en el Mozárabe, en el Mudejar, en el Plateresco y en última instancia en el Barroco, trasunto o reacción final de aquellos estilos nacionales ¡de España. Ellos, a su vez, cimentaron los dispersos arcaísmos de la América, arcana de nuestra civilización. Por donde, España y América ofrecernos un abundoso léxico de arquitectura intuitiva, que llega hasta nosotros, como una lengua viva, exenta de cánones académicos, de formulismos y con la puericia que cuadra a nuestras esperanzas. Tengo para mí, que la arquitectura, como la música o la poesía, nace y prospera al amparo de la riqueza étnica, de la belleza del alma y naturaleza de un pueblo. Más, es ya tiempo que entremos a comentar el concepto particular de su libro, pues, encara Vd. en él una nueva faz en la marcha de nuestros estudios «arquitectónico-arqueológicos».